Hasta fines de mes la galería Jardín Oculto hospeda una de las muestras más ricas en la escena local de los últimos tiempos: KDA sonoro, una versión para galería del proyecto KDA (Kiosco de Artistas) que comenzó como la muestra de la clínica de Diana Aisenberg y pronto se convirtió en una experiencia colaborativa sui generis, con el énfasis puesto en la exploración de formatos de difusión y financiamento independientes. Además de mostrar el trabajo de artistas muy jóvenes en un ambiente de entusiasmo compartido y camaradería, la muestra incluye estrategias comerciales innovadoras como la producción y venta de fanzines, pequeños objetos y souvenirs. Como puede leerse en la página del proyecto (kda.blogspot.com), “el concepto de muestra convive con el de kermés, con el de kiosco, con el de feria. Hay una convivencia de formatos”.

Bajo los auspicios curatoriales de Aisenberg, KDA Sonoro incluye obra de unos treinta artistas en medios que van de la escultura, la instalación y la fotografía a la producción de merchandising, minipiezas de arte óptico, termos intervenidos o pequeños teclados musicales de plástico, reacondicionados según técnicas de circuit bending. El tema de la muestra es el sonido, en toda su diversidad.

A la entrada de la galería se sitúan trabajos que conjugan lo escultórico con lo sonoro en distintas modalidades técnicas y narrativas. Nadin Lawson y Natalia Cristófano incrustaron un teclado musical de plástico en un mueble de madera con aspecto de confesionario, cargado de motivos geométricos y toques de ebanistería que oscilan entre lo diabólico y lo kitsch, lo artesanal y lo modernista. Ulises Conti y Jazmín Berakha montaron en una de las paredes un paracaídas abierto de cuya base pueden tomarse unos auriculares para escuchar con lujo de detalles el relato de un sobreviviente.

Una obra muy analítica y muy hilarante es la de Santiago Villanueva: consiste en el audio de una serie de entrevistas en las que les preguntó a personas poco relacionadas con el arte qué pensaban de una obra de Marcelo Pombo, de la que se expone una reproducción. Las respuestas más absurdas (y la incomprensión más patente) surgen de ese trabajo de close reading hecho por no expertos que detallan las impresiones que les provoca una de las cajitas de Cepita de Pombo, icónicas de los años noventa.

Estos trabajos, así como la cosmococa de Diego Collins y el casco metalizado sonoro de Tomás Rawski (entre otros con formato de cápsula o experiencia inmersiva), señalan la orientación natural hacia el conceptualismo histórico, el movimiento fluxus y el pop que la materia del sonido puede adquirir en las artes visuales: una actitud moderna que se ve también en la composición de impronta visual constructivista de Rafael Barsky, realizada en materiales muy táctiles.

En un comienzo de año que es también un comienzo de década, parte de la buena sensación que produce KDA Sonoro se explica por los formatos empleados y el ánimo de improvisación que rige toda la muestra, que no deja de ser llamativo en un panorama joven que venía muy cooptado por la lógica escolar y comercial del proyecto personal de pintura. Con pocos años de vida, KDA ya se convirtió en una iniciativa artística sustentable, capaz de disputarle la hegemonía sobre el “arte emergente” a los premios y galerías acostumbradas a quedarse con la parte del león de esta categoría comercial en auge. El afán por diversificar los mecanismos de sustentación con que cuentan los artistas jóvenes, la energía del trabajo entre pares y el predominio de la inteligencia general por sobre las invididualidades deriva en un palpable y necesario entusiasmo. El lema de KDA lo dice todo: “mucho trabajo para mucha gente”.


diario perfil, doningo 10 de enero del 2010

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